Cada
día en África mueren 7.000 personas de sida. Más de treinta
millones de africanos padecen el VIH, de los que sólo 50.000
tienen acceso a los antirretrovirales. En Kenia, el doctor Omu
Anzala está a la vanguardia del mundo en su lucha contra esta
enfermedad
El País. John Carlin-. Niños que
juegan desnudos en charcas de agua viscosa; filas y filas de
chabolas herrumbrosas, laberintos bullendo de vida humana; un
hombre en la muchedumbre que lleva la camiseta roja de la
selección española de fútbol con el nombre de Hierro en la
espalda. Éstas son algunas de las imágenes que impactan cuando se
recorre en coche los estrechos callejones de Majengo, el
gigantesco barrio donde viven los pobres de Nairobi. Pero lo que
permanece en el recuerdo son los zapatos. Miles y miles de zapatos
-cada vez que uno se da la vuelta, aparecen más-, montones de
zapatos a la venta en los puestos desvencijados del que tal vez
sea el mayor mercado de zapatos usados en el mundo. Es un
espectáculo asombroso. ¿Cómo es posible que una gente tan pobre
tenga tantos zapatos de sobra? Una enfermera que va en el
vehículo, un minibús lleno de profesionales de la medicina, lo
explica. "En la mayoría de los casos, son zapatos de personas
muertas". ¿Personas muertas? "Gente que ha muerto de sida".
Se
suele comparar la catástrofe del sida en África con la peste
bubónica de Europa en el siglo XIV, pero esta imagen recuerda un
horror más reciente, el de las montañas de zapatos que encontraron
los soldados aliados en las naves de los campos de exterminio
nazis. Salvo que el holocausto africano sigue adelante hoy a un
ritmo estremecedor; salvo que ahora es imposible que aleguemos
ignorancia sobre lo que está ocurriendo. Un periodista holandés
que reside en Nairobi desde hace más de veinte años señala que, en
realidad, quienes informamos sobre el África subsahariana
deberíamos escribir sólo sobre el sida.
Aunque también es cierto que las estadísticas se mencionan con
tanta frecuencia que lo que suelen conseguir es atontar el
cerebro. Sin embargo, en un momento en el que la energía y los
recursos de los países ricos del mundo están dedicados a las
consecuencias relativamente inocuas -en términos numéricos- del
terrorismo internacional, deberíamos sentirnos obligados, de vez
en cuando, a prestar atención. A detenernos y reflexionar sobre el
hecho de que 7.000 personas mueren de sida cada día en África, que
17 millones han muerto desde la primera aparición de la
enfermedad, hace dos décadas, y que hoy existen más de treinta
millones de africanos que padecen el VIH-sida, de los que sólo
50.000 tienen acceso a los fármacos antirretrovirales que han
contenido enormemente la enfermedad en Estados Unidos y Europa
occidental.
Pero aquí, en Kenia, en un continente cuyo nombre ya es sinónimo
de catástrofe, hay algunas buenas noticias. Buenas noticias sobre
lo que debería ser la gran causa de nuestra época, el
descubrimiento de una cura para el sida, en un país que hace
apenas seis meses que salió de 40 años de partido único y gobierno
corrupto para iniciar una nueva y esperanzadora era democrática.
En Kenia, el gran problema es un peligro mucho más inmediato y
real que al que se enfrentan las grandes potencias de Occidente.
El país está en guerra contra un enemigo que ha dejado huérfanos a
1.250.000 de sus niños.
Majengo es el gran campo de batalla de esta guerra, y uno de los
soldados en primera línea es una mujer llamada Agnes. No es una
guerra con glamour. La vida de Agnes es de una sordidez
inimaginable, pero tal vez un día levanten un monumento en su
honor. Es una prostituta que trabaja en una de las chabolas más
pequeñas de Majengo, más pequeña que una cama de matrimonio, pero
es posible que entre en los libros de historia por ser la más
impensable de las heroínas. Agnes tiene 52 años y es abuela, pero
sigue practicando el sexo -cuando tiene mucha suerte, puntualiza-
con 40 clientes diarios. Lo que la hace todavía más
extraordinaria, y una mina de oro en potencia para los
investigadores del sida, es que, en todas las pruebas que se le
han realizado de forma sistemática a lo largo de dos décadas,
nunca ha dado un resultado positivo respecto al VIH.
No
es la única. Forma parte de un grupo de 50 prostitutas de Majengo
que han sucumbido a enfermedades tradicionales de transmisión
sexual, pero han demostrado una resistencia milagrosa frente a una
enfermedad que diezma a sus clientes masculinos y ha causado la
muerte al 95% de la competencia femenina. En unas pruebas
realizadas hace 10 años, unos investigadores de la Universidad de
Nairobi y la Universidad de Oxford descubrieron una cantidad
despropocionada de glóbulos blancos, perfectamente adaptados para
matar las células infectadas por el VIH. A partir de ahí, el reto
científico era encontrar la manera de extender la inmunidad de
esas mujeres al resto de la especie. Hoy, los datos obtenidos de
las mujeres de Nairobi han pasado a ser, en los laboratorios de la
Facultad de Medicina de dicha ciudad, una vacuna experimental. Las
primeras pruebas con seres humanos han comenzado este año. No hay
en el mundo ningún otro proyecto más avanzado ni que ofrezca más
esperanzas de que se puede descubrir el Santo Grial, una solución
definitiva para el sida.
África, que siempre es el problema, puede ser, por fin, la
solución. Resulta especialmente prometedor -y simbólico del nuevo
empeño de Kenia de alcanzar una situación de buena salud política-
que sean los propios africanos quienes lo están haciendo. En la
innovadora investigación que se está llevando a cabo no sólo
proporcionan la materia prima -las 50 mujeres del milagro-, sino
también el conocimiento científico.
Prostitutas inmunes
Los guerreros del sida en Kenia son, primero, las prostitutas
inmunes, y, segundo, el personal médico que trabaja con ellas.
"Estamos en la vanguardia", dice Omu Anzala, director de proyecto
de la denominada Iniciativa de Kenia para la Vacuna contra el Sida
(en sus siglas en inglés, KAVI). "Algunos experimentos anteriores
en Estados Unidos investigaron la posibilidad de encontrar una
vacuna a base de anticuerpos, pero no salieron bien. Nosotros
estamos indagando la vía celular, que es el buen camino. Y aquí
estamos en la vanguardia del mundo".
No
presume porque sí. KAVI, en colaboración con los investigadores de
Oxford, ha sido escogida como beneficiaria de las subvenciones que
da la ONG más importante del mundo en este campo, la Iniciativa
Internacional para la Vacuna contra el Sida (IAVI), uno de cuyos
principales donantes es Bill Gates. Es fácil ver cómo convenció
Azala a los estadounidenses, por qué han aportado el dinero para
una unidad de investigación increíblemente moderna, unos
laboratorios equipados con la última tecnología informática en la
Facultad de Medicina de la Universidad de Nairobi, un lugar gris y
espartano, por lo demás. Anzala, provisto de un doctorado de
Canadá y un posdoctorado de Oxford, posee el orgullo y la
seguridad de alguien que ha superado enormes obstáculos para
llegar donde está. Criado en un pueblo del interior de Kenia, en
una familia de 11 hijos, su abuelo era herbalista -lo que, en
otros tiempos menos políticamente correctos, llamaban hechicero- y
su madre murió cuando él tenía 19 años, de asma. Horrorizado de
que su madre hubiera muerto de una enfermedad tan inocua, decidió
que lo que necesitaba su país eran más y mejores médicos. Hoy ha
rebasado incluso sus propias expectativas. A sus 40 años,
musculoso, con los movimientos gráciles de un deportista y el aire
ligeramente abstraído que uno espera de un investigador
científico, Anzala tiene depositadas en él las esperanzas de
muchos millones de personas en todo el mundo.
"Mi familia intentó convencerme para que me quedara en Canadá o en
el Reino Unido, porque allí ganaría mucho más dinero", cuenta. "Y
es verdad. Aquí no contamos con la participación de ninguna
compañía farmacéutica privada. Oxford, IAVI y nosotros poseemos la
patente de la vacuna, pero es un contrato que se basa en la idea
de que no haya lucro económico. A las compañías privadas, eso no
les interesa; prefieren fabricar Viagra o algo así. Sin embargo,
para mí, esto vale mucho más que ninguna otra cosa que pueda
imaginar".
En
opinión de Anzala, lo que está en juego aquí es un principio
importante. Un principio del que dependen las perspectivas de
África como continente capaz de seguir adelante. La otra gran
enfermedad africana, aparte del sida, es su dependencia de los
países desarrollados. "Fíjese en la ayuda alimentaria", dice
Anzala. "Se ha institucionalizado. Conozco a europeos que vinieron
hace 25 años y dicen que les asombra ver todavía a la misma gente
recibiendo donaciones de alimentos. Hay mucha buena intención, sin
duda, pero nos hemos acostumbrado y el resultado es que la gente
se limita a esperar sentada, en toda África. ¡Se quedan sentados!
Esperando el próximo regalo".
Le
pregunto a Anzala, que es el que menos "se queda sentado" en toda
África, qué tiene que ver todo eso con el trabajo que hace. "Todos
dicen siempre que lo que necesitamos para resolver el problema del
sida es que los fármacos antirretrovirales estén al alcance de los
africanos como lo están en Occidente", replica. "Todos gritan: '¡ARV!
¡ARV!'. Dicen que los países ricos deberían proporcionárselos de
forma gratuita o a precios rebajados. Y tienen algo de razón, por
supuesto. Pero lo que no queremos -y eso es lo peligroso de este
punto de vista- es que la prevención del sida siga el camino de la
ayuda alimentaria. Fármacos gratis, ayuda contra el sida gratis:
muy bien. ¿Pero qué ocurre el día en el que, por la razón que sea,
se acabe la ayuda?".
Pioneros
Por eso es por lo que Anzala considera fundamental, en primer
lugar, descubrir una vacuna, y, segundo, que los africanos
participen en su desarrollo. Lo que más le entusiasma es saber que
él y otros médicos jóvenes de KAVI son pioneros de una nueva
cultura de la investigación en Kenia, que confían en extender a
toda África. "No hay nada parecido en el continente. Esto es nuevo
y distinto. Evidentemente, la vacuna puede servir o no servir. Si
funciona, seguramente tendremos que esperar otros seis o siete
años para estar seguros. En eso consiste la investigación. Es una
tarea lenta y a veces frustrante. Pero, incluso aunque no salga
bien, habremos adquirido experiencia y comenzado una tradición
científica que vemos que ya está extendiéndose a los estudiantes
jóvenes. Podremos ampliar estos métodos de trabajo a otras
enfermedades: malaria, hepatitis B; tendremos la confianza y los
conocimientos necesarios para investigar otras enfermedades que
nos asuelan".
La
tradición comenzó, en gran parte, con el propio Anzala. Cuando era
joven, en 1987, empezó a trabajar con las prostitutas en Majengo.
Su trabajo con la Universidad de Oxford le permitió llegar a
conclusiones nuevas. Hoy, la pauta histórica se ha invertido y
médicos de todo el mundo llegan a Nairobi para aprender de la
labor que llevan a cabo Anzala y su equipo. "Tenemos una cantidad
asombrosa de datos acumulados, sin igual en el mundo", dice.
"Estamos siguiendo la historia médica de estas mujeres de Majengo
desde 1984. Agnes y otras como ella llevan 20 años bajo una
vigilancia escrupulosa".
El
lugar en el que se realiza esa vigilancia es Majengo Clinic, una
pequeña construcción polvorienta de ladrillo rojo que, en otro
escenario, resultaría completamente anónima. Sin embargo, después
de haber atravesado el abigarramiento casi impenetrable de
chabolas y zapatos que forma la barriada, la casita roja parece
tan fuera de lugar y tan majestuosa como el Taj Mahal. Tampoco
Agnes, a primera vista, responde a la imagen típica de una
prostituta. No sólo porque es abuela y tiene cinco hijos, sino
porque todo su aspecto sugiere algo muy distinto. Una mujer a cuyo
cuidado uno dejaría a sus hijos sin dudarlo un momento. Tiene el
rostro rechoncho y una figura amplia, cubierta de los pies a la
cabeza en una túnica africana de algodón basto verde y amarillo.
Cobra un promedio de medio euro cada vez y trabaja siempre de día,
dice. Nunca de noche. ¿Por qué? "Porque tengo dos hijas que están
en la escuela. No quiero que sepan que uso nuestra casa como
oficina". Entonces, ¿las chicas no saben de qué vive? "No tienen
ni idea, y así quiero que siga. No quiero que acaben como yo".
Agnes, pese a toda la experiencia que tiene con los hombres, es
una mujer sencilla, sin educación académica. En vez de estar
endurecida por tres décadas de prostitución, sonríe ante algunas
de las preguntas, entre tímida y avergonzada. ¿Cómo resiste a su
edad? No es fácil, confiesa, con la mirada puesta en el suelo y
una voz tan diminuta que hay que esforzarse para oírla. Porque,
con inmunidad o sin ella, continúa, el trabajo la está matando:
"Tengo dolores horribles en el pecho". ¿Por qué? "Soy demasiado
vieja. Ya no aguanto el peso de esos hombres encima de mí".
¿Utilizan sus clientes condón, por lo menos? ¿Ha servido la
conciencia de la difusión del sida en Majengo -donde está
infectado el 30% de los adultos- para enseñar ciertos mínimos a la
gente? "Si es un cliente habitual, no hay problema, pero, si es un
cliente nuevo y quiere comerse el caramelo sin el envoltorio, le
digo que no". Aunque no siempre. "Si no he tenido un solo cliente
en todo el día y estoy sin dinero, quizá acabo por aceptar el sexo
sin condón".
Tener un mdosi
Un
hombre que nunca usa condón con ella es su mdosi, su "amigo".
"Todas necesitamos un mdosi que nos ayude a pagar las facturas",
dice, pese al precedente nada prometedor de su mdosi anterior, que
murió de cólera en la cárcel. Cuando le pregunto si hay algo de
amor, de sentimientos románticos, en la relación con su mdosi
actual, me mira con los ojos entornados, como preguntándose si
hablo en broma. Cuando ve que no, suelta la única carcajada que le
oigo durante una entrevista de una hora. La otra vez que está a
punto de reírse, pero se queda en una sonrisa triste, es cuando le
pregunto si es posible que su mdosi practique el sexo sin
protección con otras mujeres.
A
Hawa no hay que hacerle la pregunta.. "El padre de mis dos hijos
pequeños murió de sida. Yo no usé condones con él. Sólo Dios sabe
por qué tengo resistencia. Tal vez Dios me ha otorgado este favor
por lo dura que ha sido mi vida".
Hawa, que es musulmana, llegó del campo a Majengo hace 18 años,
sola y con tres hijos pequeños. La prostitución, dice, era la
única forma de sobrevivir. Ahora tiene 42 años, también es abuela
y tampoco tiene pinta de ser una mujer que venda su cuerpo para
vivir. Tiene unos huesos más finos que Agnes, una bella piel
aceitunada y ojos brillantes; lleva una larga túnica negra hasta
los tobillos, abotonada por delante como la de un clérigo, y un
pañuelo negro con fino brocado dorado con el que se envuelve la
cabeza y el cuello y que cae sobre los hombros.
El
trabajo es más difícil que antes, dice. "Hay una gran diferencia
con 1985, cuando empecé. Ahora la gente tiene miedo del VIH, y la
economía está peor". ¿Cómo se anuncia? "Me siento en un taburete
delante de casa. Pero no como las putas de la ciudad, que están
casi desnudas. Siempre voy decentemente vestida".
Tiene cinco hijos y dos nietos, y no ve un final para el trabajo
que está obligada a hacer. Como en el caso de Agnes, no tiene
electricidad ni agua corriente, y vive en una chabola de nada.
Pero sí tiene su dignidad, y se niega a dejar que sus sufrimientos
la derroten. Cuando se le pregunta qué espera para el futuro, no
lo duda: "Dios decidirá. Pero quiero que me dé larga vida y nos
ayude a ser el instrumento para encontrar la vacuna contra el VIH.
Me haría muy feliz".
C. A.
21-08-2003
Comenta esta noticia ( indica en el titulo de que noticia estas
hablando)